martes, 4 de marzo de 2008

D E S A M P A R O




Apenas ocho contaban entre ambos: cinco añitos ella, tres él. A través de los barrotes herrumbrosos de las pequeñas ventanas, veían pasar el tiempo y una vida menesterosa y sucia. Su único mundo conocido: Soledad, hambre (de alimentos y de afectos), miedos…

A sus escasos años, su existencia los había enfrentado ya a lados oscuros: sevicia y violencia. Con frecuencia habían visto fornicar a la madre, al oscurecer, siempre con un acompañante diferente. Algunas veces el jadeo incomprensible para ellos terminaba en golpiza, gritos ahogados de la madre, sangre chorreando por el rostro pintarrajeado y mugriento… finalmente, un portazo tras la figura masculina que no volverían a ver.


Hijos de varios padres, nunca sabrían a ciencia cierta quien los engendró. Quién había depositado en la maltratada vagina de la madre el indispensable complemento, tal vez cundido de genes maltrechos y portadores de secuelas sifilíticas.

Con todo, eran físicamente normales. Nada en su apariencia (a no ser la suciedad) delataba la precariedad de sus vidas. La cochambre y el vacío de infancia en la mirada triste eran los únicos signos de su miseria.

Y… tal vez el miedo… reflejado en sus rostros surcados de lágrimas secas sobre las mejillas polvorientas.

Al amanecer, diariamente, la madre se marchaba a cumplir con un trabajo miserable, dejándolos encerrados. Solitarios, sentían miedo sin saber por qué… Sin comprenderlo, experimentaban el desamparo irremediable y cotidiano durante catorce, quince o más horas hasta que finalmente la madre regresaba, acompañada por algún malhechor desconocido. Sólo cuando el amante de turno se marchaba cesaba en ellos la sensación de desamparo, de soledad implacable.

Y ese sentir el desamparo, inexplicable pero incrustado en cada uno de sus poros se fue haciendo cada vez más prolongado. Hasta que ni siquiera la presencia maternal pudo ahuyentarlo. Y así fueron creciendo, entre carencias no identificadas porque nunca supieron qué era el tener algo. Salvo pedazos de juguetes encontrados en los vertederos y los harapos con los que cubrían sus cuerpecitos.

Algunos años más tarde, pocos, cuando ya podían abandonar la casa solitaria, solían dar largos paseos por el propio y algunos barrios aledaños. Cada vez un poquito más lejos, cada vez una nueva aventura. Jugando a las escondidas se refugiaron en un contenedor donde se recolectaba la basura del lugar, la cual se desbordaba casi siempre pues, los recolectores oficiales pasaban sólo una vez al mes.


En esa podredumbre se fueron hundiendo los dos niños, creyendo que jugaban…
A alguien, consciente o no, se le ocurrió tirar un cerillo encendido sobre el montón de desperdicios que rápidamente prendió fuego… Algunos gritos salieron a la superficie, casi inaudibles… Nadie sintió ni oyó nada… Allí quedaron calcinados los dos cuerpecitos, presas de su desamparo y su infortunio.

La madre los buscó, acongojada, por unos cuantos días. Luego dejó de hacerlo y la congoja huyó cuando cayó en cuenta de que, sin ellos, la vida había comenzado a ser un poquitín más fácil. Aunque, de alguna manera, ella también comenzó a sentir el desamparo.





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